sábado, 17 de noviembre de 2007

El amor en los tiempos del cólera

(...) Pero fue por uno de esos juegos triviales, que los primeros treinta años de vida en común estuvieron a punto de acabarse porque un día cualquiera no hubo jabón en el baño. Empezó con la simplicidad de rutina. El doctor Juvenal Urbino había regresado al dormitorio, en los tiempos en que todavía se bañaba sin ayuda, y empezó a vestirse sin encender la luz. Ella estaba como siempre a esa hoa en su tibio estado fetal, los ojos cerrados, la respiración tenue, y ese brazo de danza sagrada sobre la cabeza. Pero estaba a medio sueño, como siempre, y él lo sabía. Al cabo de un largo rumor de almidones de linos en la oscuridad, el doctor Urbino habló consigo mismo:

- Hace como una semana que me estoy bañando sin jabón - dijo

Entonces ella acabó de despertar, recordó, y se revolvió de rabia contra el mundo, proque en efecto había olvidado reponer el jabón del baño. Había notado la falta tres días antes, cuando ya estaba debajo de la regadera y pensó reponerlo después, pero después lo olvido hasa el día siguiente. Al tercer día le había ocurrido lo mismo. En realidad no había transcurrido una semana, como el decía para agravarle la culpa, pero sí tres días imperdonables, y la furia de sentirse sorprendida en falta acabó de sacarla de quicio. Como siempre, se defendió atacando:

-Pues yo mehe bañado todos estos días- gritó fuera de sí- y siempre ha habido jabón.

Aunque él conocía de sobra su métodos de guerra, esa vez no pudo soportarlos. Se fue a vivir con cualquier pretexto profesional en los cuartos de internos del Hospital de la Misericordia, y sólo aparecía en la casa para cambiarse de ropa al atardecer antes de las consultas a domicilio. Ella se iba a la cocina cuando lo oía llegar, fingiendo hacer cualquier cosa, y allí permanecía hasta sentir en la calle los pasos de los caballo del coche. Cada vez que trataron de resolver la discordia en los tres meses siguientes, lo único que lograron fue atizarla. Él no estaba dispuesto a volver mientras ella no admitiera que no había jabón en el baño, y ella no estaba dispuesta a recibirlo mientras él no reconociera haber mentido a conciencia para atormentarla.

El incidente, por supuesto, les dio oportunidad de evocar otros, muchos otros pleitos minúsculos de otros tantos amaneceres turbios. Unos resentiemientos revolvieron los otros, reabrieron cicatrices antiguas, las volvieron heridas nuevas, y ambos se asustaron con la comprobación desoladora de que en tantos años de lidia conyugal no habían hecho mucho más que pastorear rencores. Él llegó a proponer que se sometieran juntos a una confesión abierta, con el señor arzobispo si era preciso, par que fuera Dios quien decidiera como árbitro final si había o no había jabón en la jabonera del baño. Entonces ella, que tan buenos estribos tenía, los perdió de un grito histórico:

- ¡A la mierda el señor arzobispo!

El improperio estremeció los cimientos de la ciudad, dio origen a consejas que no fue fácil desmentir, y quedó incorporado al habla popular con aires de zarzuela: "A la mierda el señor arzobispo". Consciente de que había rebasado la línea, ella se anticipó a la reacción que esperaba del esposo, y lo amenazó con mudarse sola a la antigua casa de su padre, que todavía era suya, aunque estaba alquilada para oficinas públicas. No era una bravata: quería irse de veras, sin importale el escándalo social, y el marido se dio cuenta a tiempo.

Él no tuvo valor para desafiar sus prejuicios: cedió.
No en el sentido de admitir que había jabón en el baño, pues habría sido un agravio a la verdad, sino en el de seguir viviendo en la misma casa, pero en cuartos separados, y sin dirigirse la palabra. Así comían, sorteando la situación con tanta destreza que se mandaban recados con los hijos de un lado al otro de la mesa, sin que éstos se dieran cuenta de que no se hablaban.

Como en el estudio no había baño, la fórmula resolvió el conflicto de los ruidos matinales, por que él entraba a bañarse después de haber preparado la clase, y tomaba precauciones reales para no despertar a la esposa. Muchas veces coincidían y se turnaban para cepillarse los dientes antes de dormir. Al cabo de cuatro meses, él se acostó a leer en la cama matrimonial mientras ella salía del baño, como ocurría a menudo, y se quedó dormido. Ella se acostó a su lado con bastante descuido para que despertara y se fuera. Él despertó a medias, en efecto, pero en vez de levantarse apagó la veladora y se acomodó en su almohada. Ella lo sacudió por el hombro para recordarle que debía irse al estudio, peor él se sentía tan bien otra vez en la cama de plumas de los bisabuelos, que prefirió capitular:

- Déjame aquí - dijo - Sí había jabón.

Cuando recordaban este episodio, ya en el recodo de la vejez, ni él ni ella podían creer la verdad asombrosa de que aquel altercado fue el más grave de medio siglo de vida en común, y el único que les inspiró a ambos el deseo de claudicar, y empezar la vida de otro modo. Aun cuando ya era viejos y apacibles se cuidaban de evocarlo, porque las heridas apenas cicatrizadas volvían a sangrar como si fueran de ayer. (...)

Gabriel García Márquez

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